Thomas Friedman, periodista y ganador de tres premios Pulitzer, se dio a conocer al gran público en 2005 cuando publicó El mundo es plano en el que explicó el proceso de globalización que se estaba viviendo. Un mundo en el que fronteras y geografías comenzaban a ser irrelevantes frente al poder del comercio, los productos y la conectividad de las personas. Desde entonces no ha parado de advertir sobre los cambios que suceden en el mundo y los que están por llegar. Se ha hecho popular por humanizar y poner sobre la mesa temas controvertidos o incómodos, no tanto porque trate temas escabrosos o políticamente incorrectos, sino porque lleva mucho tiempo alertando de las transformaciones que vienen y de su impacto en el capitalismo, en definitiva en nuestra forma de vida. En Gracias por llegar tarde continúa con el mismo discurso, esta vez aderezado con anécdotas personales interesantes, pero con un mensaje muy claro: el mundo se está desarrollando demasiado rápido y sería conveniente hacer una pausa y reflexionar sobre muchas cosas. Friedman pone encima de la mesa un buen puñado de temas para debatir. Lo hace sin impregnar sus textos de un estilo profetizador -al menos no demasiado- ni excesivamente catastrofista, por eso tiene un número considerable de admiradores.
Por otro lado, hay que admitir que cuando sus detractores lo acusan de llevar contando la misma historia muchos años no les falta razón -siendo objetivo, hay que reconocer que sus mensajes no varían y que martillea con lo mismo con perspectivas diferentes- porque lleva diciendo mucho tiempo que los cambios que están sucediendo son demasiado grandes y no nos preocupamos por controlarlos.
La tecnología está creciendo a un ritmo más allá de la habilidad de los seres humanos para adaptarse. Friedman es un poco como el chico del cuento de Pedro y el Lobo. Ha dicho tantas veces que algo pasará -que viene el lobo- que la gente ha terminado por no escucharlo. Está habiendo cambios de calado en nuestro modo de vida, de manera tan acelerada -piensa en cómo viviamos unos años antes de la llegada del Iphone de Steve Jobs, la irrupción de las redes sociales y el modo de vida actual- que no parecemos ser conscientes, especialmente la última generación que ya lo vive como algo normal. Parte del auge de los populismos, según Friedman, tiene que ver con el hecho de que los avances tecnológicos están siendo mayores que la capacidad de la humanidad para gobernarse sabiamente; probablemente no le falta razón.
En el libro se apoya en tres ideas fundamentales para explicar esta vertiginosa sucesión de cambios: a) la tecnología, apoyándose en la Ley de Moore -llamada así por el confundador de Intel, Gordon Moore, que ya en 1965 dijo que el poder de los ordenadores se duplicaba cada año y cincuenta años después se sigue cumpliendo-, b) la globalización y c) el cambio climático. Fiel a su estilo de escritura, cambia el sentido del texto como las ráfagas de viento. A veces parece escribir como si su lector fuera un líder mundial con el que debate cuestiones muy sesudas, pero otras parece charlar con la cajera del supermercado donde hace la compra. Alterna momentos de prosa metafísica, fatigosa, con opiniones de tertuliano barato radiofónico -que saben de todo, pero realmente de nada- y que dispersan la lectura. Tengo la sensación que su intención de dar lecciones partiendo de anécdotas le restan credibilidad, pero también lo popularizan. Te puede contar que alguna de sus preocupaciones sobre el futuro parte de una conversación con una persona relevante de la empresa o la política a nivel global, pero se le ocurre la solución charlando con el taxista camino del aeropuerto. Un estilo que por momentos irrita, pero que curiosamente es el que te invita a seguir leyendo y no desistir.
En Gracias por llegar tarde Friedman usa la digitalización y automatización que una industria como la lechera está sufriendo para recordarnos que es el indicio de una revolución más grande. El ordeño, supervisión de las ubres, el flujo de la leche, cantidades, recojida de estiércol, en definitiva las tareas del ganadero y de la cadena de suministro dependen cada vez más de las máquinas. La imagen del granjero esparciendo estiércol será sustituida por la del granjero lector de datos y analista que busca cómo optimizar y rentabilizar al máximo la explotación y los beneficios gracias a las máquinas. Para él es deprimente comprobar que multitud de trabajos, tareas y oficios están desapareciendo reemplazados por unos pocos programas de software (algo que ya ocurre en una industria tan diferente como la musical, te recomiendo la reseña de La fábrica de canciones). La cuestión crucial es que el cambio tecnológico radical y rápido está dejando a muchas personas sintiéndose profundamente desubicadas.
Aunque Friedman abre muchos frentes y algunas veces no parece cerrarlos -ya en El mundo es plano hablaba de cuatro factores claves de la globalización o «aplanadores» del mundo, que luego se convertían en seis sobre los que disertaba dejando la puerta abierta a más- establece elementos de reflexión con criterio. Los denomina «elefantes negros«, cuya invención y definición -innecesaria en mi opinión- es algo a medio camino entre el elefante en la habitación y el famoso cisne negro de Nicholas Taleb, de modo que un elefante negro es «un problema ampliamente visible para todos, pero que nadie quiere abordar aunque sabemos con absoluta certeza que tendrán consecuencias demoledoras«.
En Friedman se percibe un pensador profundo, extremadamente curioso, del que se pueden extraer muchas reflexiones y al que se le perdonan los bandazos en su manera de escribir. Aunque su lectura puede resultar fatigosa, es un libro al que con paciencia se puede sacar jugo. En un mundo cada vez más complicado, se agradecen pensadores generalistas solventes que exhiban un amplio espectro de ideas para ayudarnos a entender los acontecimientos que suceden. Además son un soplo de aire fresco frente a tertulianos televisivos y radiofónicos de medio pelo.
Deja una respuesta