Ya decía Jeff Harvis en su libro Y Google ¿cómo lo haría? que en el mundo actual no necesitamos empresas, gobiernos o instituciones para organizarnos, porque disponemos de herramientas para hacerlo por nosotros mismos. La gente se puede encontrar y unir alrededor de causas, talento, negocios o ideas, en definitiva se puede compartir y clasificar el comportamiento. El problema es que como afirma Moisés Naím en este libro, El fin del poder, en el siglo XXI el poder es más fácil de conseguir, pero más difícil de usar.
Hace unos días escuché, casualmente, un corte radiofónico en el que el propio Moisés Naím resumía brevemente el libro, preguntándose así mismo «¿Qué tienen en común el papa Benedicto, el primero en renunciar en setecientos años, la imposibilidad de Obama de cumplir sus amenazas sobre Siria, la venta de The Washington Post por doscientos cincuenta millones de dólares a la nueva hegemonía de Amazon, o el gigante fotográfico Kodak, declarado en bancarrota más o menos cuando Instagram, con su intangibilidad y sus trece empleados, cambió de manos por mil millones de dólares?», pues según él, la demostración de que «el poder ya no es lo que era». Es una expresión tan coloquial como extendida, «ya no es lo que era», a la que acudimos para expresar añoranza, sorpresa, nostalgia o simplemente resaltar un cambio notable de lo que sea que estemos comparando entre tiempo pasado y presente.
Naím describe en su ensayo, con lucidez, que los depósitos tradicionales de poder – ya sea político, social, cultural o empresarial – se han vuelto vulnerables a los retos de entidades más pequeñas y ágiles sobre las que la gente se agrupa u organiza. Sin embargo, esa nueva realidad sobre la visión del poder tradicional choca contra la vulnerabilidad y estabilidad que envuelve la estructuración de la nueva concepción del poder en el mundo. Podemos asistir a multitud de ejemplos en política, empresa o acontecimientos sociales de cualquier tipo donde un actor pequeño ahora puede exhibir poderes de veto nunca vistos, pero que en ocasiones, en lugar de aprovecharlo como un enriquecimiento del estatus conocido (si es el adecuado objetivamente para la mayoría) crea paradójicamente estancamiento, anarquía o ambos. Partidos políticos que se desploman por el empuje de grupos minoritarios, un restaurante o un hotel que pierde clientes por críticas compartidas en la red, o productos que fracasan y arrastran a la marca porque han sido dilapidados por usuarios, muchas veces ni siquiera consumidores del producto y con experiencia para criticarlo, pero sí afines a la corriente de otros que no están satisfechos con el mismo. En definitiva, el poder está disgregado y cada vez más degradado. Todos nos felicitamos de poder sentirnos partícipes, de que la opinión de que uno cuenta al fin y al cabo, que feudalismo y autoritarismo se quedan atrás, pero nos encaminamos a modos de gobernanza (no necesariamente política) más ineficientes debido a un público más exigente, y que en opinión de Naím puede resultar tóxico, porque nos encaminamos a sociedades más restringidas y anárquicas. La gente protesta, los consumidores boicotean, los partidos pequeños bloquean y los votantes se centran más en qué bienes y servicios pueden obtener de sus frágiles gobernantes, que quieren extender su influencia más de cuatro o cinco años, mediante la presión. No parece que estemos sabiendo digerir mayor transparencia (gracias a actores como Wikileaks) y el acceso casi ilimitado a la información, porque de paso la confianza pública se ha erosionado.
Aunque parece que no sabemos aún gestionar y optimizar el exceso de información, disiento del temor de Naím a su vaticinio de la llegada de una anarquía generalizada, al fin y al cabo no todo es blanco o negro, porque también podemos concluir que, por ejemplo, gente que se sentía ideológicamente sola en sus sociedades, ahora puede encontrar personas con ideas afines a un golpe de clic, y también es un hecho que comenzamos a vislumbrar que las fronteras geográficas comienzan a perder sentido, algo que Naím no termina de asumir con una defensa a ultranza de que los estados son a priori los actores legítimos de manera incuestionable, y una cosa es que de momento sea la manera más racional que conocemos de organizarnos y otra que sólo sea la única alternativa, no hay mas que ver el mal que los nacionalismos y fundamentalísimos más intransigentes causan allá donde afloran con beligerancia.
Las transformaciones del poder obedecen a una triple revolución:
- La del «más»: hay más de todo, más países, más tecnología, más religiones, más partidos políticos, más ONGs…
- La de «movilidad»: la desaparición de las fronteras impide a los que lo poseen ejercer su poder en un ámbito cautivo
- La de «mentalidad»: nos permite un mayor rechazo al autoritarismo y una mayor prolijidad a aceptar a los diferentes
El libro es un documento muy trabajado sobre la disrupción que el poder está sufriendo. Acierta en la estructura de capítulos, en las diferentes perspectivas y el trabajo de documentación, que nos permite analizar en profundidad y extraer nuestras propias conclusiones sobre las distintas formas de poder y los cambios que sufren, colocando el foco en todas sus vertientes y agentes – política, religión empresa, personajes, movimientos sociales – y nos ayuda a encontrar enfoques innovadores sobre cómo nos organizamos y repartimos el poder. En contra de lo que pueda parecer, Moisés Naím no se suma a los que alertan de que estamos sometidos a un nuevo tipo de «dictadura» del poder como las de Google, Facebook o Twitter, y simplemente razona que la influencia de internet y las redes sociales no es el detonante de la degradación, porque aunque decisivas, no dejan de ser una herramienta al uso de la gente. Es ahí donde radica su principal preocupación, en el tipo de personas que conforman la sociedad en la que nos estamos convirtiendo.
Comparto la afirmación del autor de que gobiernos y empresas tienen ahora que encontrar la manera de merecer nuestro consentimiento, algo que sí es novedoso para muchos, y también, después de leer el libro, que es urgente que cambiemos nuestra forma de pensar acerca del poder. En un mundo donde los cambios son vertiginosos, y su impacto inmediato, deberíamos interiorizar rápido la nueva realidad sobre el poder, para reflexionar con rigor sobre lo que se avecina y saber cómo afrontarlo. Si lo asumimos rápido, será más fácil encontrar el equilibrio que nos permita a todos encarar con sentido común la universalización del acceso al poder, pero sin que la degradación del mismo termine siendo una losa inmanejable.

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