El alunizaje del ser humano es percibido hoy día casi como una leyenda.  El tiempo transcurrido desde la proeza (julio de 1969), una tecnología muy inferior a la actual y las historias que desde entonces cuestionan que todo fue un montaje -que no se sostienen- han envuelto en un aura casi mística un acontecimiento que, probablemente, ha sido el mayor hito de la humanidad. Neil Armstrong fue la primera persona en poner un pie en un plantea diferente al nuestro. Las hazañas espaciales de Armstrong y Buzz Aldrin -el astronauta que lo acompañaba cuando aterrizaron en la luna-, así como las del resto de astronautas de misiones posteriores, figuran ya como eternos en los libros de texto de historia, en especial en los de Estados Unidos. Sin embargo, durante las últimas décadas, Neil Armstrong -fallecido en agosto de 2012- podía entrar en cualquier supermercado y no ser reconocido. Esquivo con los medios de comunicación y muy firme en su decisión de no comerciar con su «paseo lunar», Armstrong vivió en una granja de Ohio, con su segunda esposa, hasta su muerte. No lo hizo como un ermitaño, pues se prodigaba en artículos científicos y en conferencias vinculadas a la ingeniería aeronáutica o la investigación especial, pero siempre haciendo gala de un carácter humilde alejado de la falsa modestia y sin ninguna intención por acaparar la atención mediática más allá de lo inevitable. Consciente de su logro, su vida se caracterizó por un afán de conocimiento excepcional en el campo de la aeronaútica y por un notable esfuerzo en colaborar en el desarrollo de la tecnología que llevó al hombre al espacio, más que por ser elegido -como así fue finalmente- como el miembro de la tripulación que sería el primer humano en pisar la luna. 

Armstrong fue un profesional brillante en todos los ámbitos en los que se desempeñó y desde muy pequeño tuvo claro qué quería ser en la vida. Armstrong consiguió licencia de piloto cuando tenía 16 años, y lo hizo costeándose él mismo las carísimas clases de vuelo e instrucción mediante trabajos típicos de adolescente. Cuando se matriculó en la universidad para cursar estudios de ingeniería aeronaútica, ya pilotaba avionetas y era todo un experto en hacer maquetas de aeromodelismo. Sus estudios fueron interrumpidos por la guerra de Corea, en la que participó como piloto de caza después de sobresalir en el entrenamiento militar con diferentes tipos de cazas. Fue pionero a la hora de ser capaz de despegar y aterrizar  en un portaaviones con determinados aviones que no habían sido concebidos para ir en este tipo de buques y realizó numerosas incursiones de combate. Su amor por la aviación nació de cierto romanticismo aventurero, inspirado en los primeros vuelos transoceánicos, sobre los polos u otros rincones de la Tierra; adoraba también los modelos de aviones de la Primera Guerra Mundial,  «la caballería aérea» como él los definía, por lo que sintió cierta decepción cuando en su época los aviones que pilotó eran más sofisticados y la posibilidad de realizar hazañas parecía cosa del pasado. Es por eso, que el reto de convertirse en piloto de aeronaves capaces de superar los límites de altitud o salir fuera del espacio se convirtiera en todo un reto vital para él.

El primer hombre es una biografía exhaustiva de la carrera profesional de Armstrong, tanto que llega a ser monótona y abrumadora en los datos, pues probablemente sobrepase y penalice la atención del lector más generalista, menos interesado en los detalles técnicos de aviones, su tecnología o cómo se ensayaban los vuelos y el instrumental de los aparatos. La parte más familiar de Armstrong es casi residual en el texto. Es más, resulta hasta contradictoria, pues si bien Armstrong expresó su deseo al autor -James Hansen- de dedicar una buena parte del inicio del libro a remontarse en el árbol genealógico al origen del apellido Armstrong varios siglos atrás -aburridísima elección-, en el resto del libro las facetas sobre su vida familiar van decayendo gradualmente, de manera que aunque se habla de sus padres durante su infancia y adolescencia, sobre su mujer y sus hijos apenas si hay esbozos. Hay que tener en cuenta que en  la vida de Armstrong hubo un punto de inflexión, cuando su hija muere en 1962 por un tumor cerebral inoperable -que a día de hoy sigue teniendo una alta mortandad. Algunas fuentes sugieren que su inscripción como astronauta pudo deberse a una manera de evadirse de la tristeza volcándose en un reto como aquel. Lo cierto es que en el texto se pasa de puntillas por este hecho.

La parte más interesante y amena tiene que ver con la llegada a la luna y el momento de la histórica frase «un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad«, desvelando en qué se inspiró Armstrong para pronunciarla. Para el lector resultará excitante descubrir cómo se produjo el viaje y la multitud de curiosidades derivadas de una misión que fue televisada en tiempo real en todo momento. Hansen es capaz de descifrar a un enigmático Armstrong, un héroe espacial del que curiosamente apenas existen fotografías en la luna – sólo aparece en una y de manera indirecta, reflejado en el casco de Aldrin- ya que fue él el encargado de inmortalizar a Aldrin en multitud de instantáneas; el texto aclara que la NASA nunca pensó que fuera una especie de «venganza» de Aldrin por no haber sido elegido para salir el primero del módulo lunar.

Un texto que, aunque tedioso en muchos momentos, logra enganchar en la descripción pormenorizada del momento tan excitante de la llegada a otro planeta. Una lectura que servirá a los más jóvenes como recordatorio de que el éxito solo se consigue combinando talento, esfuerzo y determinación.