De rerum natura es un libro de poemas escrito por Lucrecio en el siglo I a.C, cuyos versos recrean muchos de los principios filosóficos del griego Epicuro. Stephen Greenblatt decidió escribir este libro, El Giro, para hablar del libro de Lucrecio. ¿Por qué ese interés en un manuscrito tan antiguo? El autor persigue un doble objetivo: por un lado dar a conocer al gran público una obra que se ha revelado como uno de los textos de mayor influencia en el pensamiento humano desde su aparición; por otro, reconocerle un lugar en la historia al lingüista italiano Poggio Bracciolini, que con su afán de conocimiento consiguió copiar y sacar a la luz el libro en el siglo XV. El Giro acapara varios premios desde su aparición, entre ellos los prestigiosos Pulitzer de 2012 y National Book Award de 2011, que respaldan el afán del autor de que se conozca la trascendencia de los pensamientos de Epicuro y Lucrecio. Ambos habitaron el mundo en unas condiciones existenciales -hace más de dos milenios- que distan años luz de las del hombre actual, anticipando sin embargo muchas de las bases del pensamiento lógico, científico y espiritual que imperan hoy día. Resulta asombroso las percepciones tan plenas que Lucrecio plasmó en una obra que cumple más de dos mil años.
Aunque el libro es un inmenso agradecimiento a Poggio por haber estudiado, copiado y difundido el libro de Lucrecio -permitiendo que llegara hasta nuestros días- lo cierto es que poco se habla de Poggio en el libro. El italiano es la excusa de Greenblat para novelar históricamente la evolución del pensamiento en veinte siglos. Poggio es un ejemplo evidente de algunas de las bases que Lucrecio narra en su poemas, que parten del afán innato de conocimiento del ser humano. El deseo y la búsqueda de placer propios de nuestra especie, son rasgos que hicieron que Poggio no pudiera resistirse intelectualmente a la lectura adictiva de los poemas de Lucrecio, extraordinariamente subversivos en aquella época puesto que cuestionaban el origen del universo, el equilibrio de fuerzas existencial y los preceptos religiosos sobre el alma y la vida eterna. El autor consigue rescatar pasajes de la biografía de este italiano, reconocido en la época por la belleza de su tipografía, que fue secretario apostólico del Papa Juan XXIII y que en un orden de cosas más mundano, tuvo muchos hijos de diferentes mujeres. El autor trata de reconstruir la historia de cómo fue el hallazgo del libro a partir de cartas suyas, de miembros de su círculo y de algunos datos históricos. Resulta sorprendente el tesón con el que Poggio convirtió en objetivo vital la transcripción de la obra y la difusión de copias, teniendo en cuenta además que para conseguir la copia en la que se basó estaba en un monasterio alemán, y los desplazamientos en aquella época eran notablemente más costosos y dificultosos que hoy día.
No obstante, lo cierto es que con la excusa de Poggio y su hallazgo, en la mayor parte del libro Greenblatt se lanza a establecer un repaso histórico a las lecturas y posturas deterministas que han marcado los diferentes períodos históricos desde la antigüedad. Presta especial atención a la edad medieval y renacentista, porque son las épocas en las que se fundamentaba el conocimiento a partir de la religión, postulando el camino del ser humano desde entonces. Resulta tan curioso como paradójico que los monjes fueran los precursores y conservadores de obras como la de Lucrecio, cuyo contenido fulminaba todos los dogmas religiosos que regían sus vidas. Convertía a los que lo leían, lo disfrutaban y lo copiaban en advenedizos en un ejercicio de funambulismo hipócrita. El ser humano lleva al menos estos dos últimos milenios evidenciado en ese contrasentido permanente que supone, cuando se alcanza cierto nivel cultural, profesar una fe religiosa cuando el intelecto cuestiona paralelamente la existencia real de dioses. Escribe Greenblatt » las reglas monásticas exigían el ejercicio de la lectura, y eso bastó para poner en marcha una extraordinaria cadena de consecuencias (…) la lectura era obligatoria. Y la lectura requería libros. Los libros que se abrían una y otra vez acababan deteriorándose, por mucho cuidado que se pusiera a la hora de manejarlos. Así pues, casi sin que nadie se diera cuenta, las reglas monásticas hicieron que los monjes se vieran obligados a comprar o a conseguir una y otra vez libros (…) los monjes se vieron obligados a preservar y copiar minuciosamente los libros que ya poseían (…) los monjes se vieron obligados a aprender el laborioso arte de la fabricación de pergaminos y a salvar de la destrucción los ya existentes (…) los monjes se convirtieron en los principales lectores, bibliotecarios, conservadores y productores de libros del mundo occidental» . En cierto modo, el autor glorifica y homenajea el trabajo humanista de los monjes, sin cuya labor nunca hubiéramos sabido nada del mundo anterior a nosotros.
El libro es sumamente interesante, pero es un libro de historia, que aunque brillante, probablemente no despierte interés fuera de los aficionados a este tipo de literatura. Para mí -cuestión de gustos- la mejor parte se encuentra en el último tramo del libro, donde se hace un repaso general a las ideas y preceptos que Lucrecio escribe sobre nuestra existencia material. Difícil no quedar asombrado de que alguien pensara de esa manera hace dos milenios.
Sobre la relevancia del descubrimiento de Poggio, Greenblat escribe:
«…no hubo gestos heróicos, ni observadores que registraran minuciosamente para la posteridad el gran acontecimiento, ni señales en el cielo o en la tierra de que las cosas habían cambiado para siempre. Un hombrecillo de corta estatura, genial y sagazmente despierto, de casi cuarenta años, alargó un buen día la mano, cogió de un estante de la biblioteca un viejo manuscrito, vio con entusiasmo lo que había descubierto y encargó que le hicieran una copia. Eso fue todo; pero fue suficiente.»
«El hallazgo de un libro perdido no es calificado habitualmente de suceso apasionante, pero detrás de ese momento en particular tenemos la detención y el encarcelamiento de un papa, la quema de herejes y una gran explosión del interés cultural por la Antigüedad pagana. El hecho del descubrimiento vino a satisfacer plenamente la pasión que había acariciado toda su vida aquel brillante buscador de libros. Y ese mismo buscador de libros, sin siquiera pretenderlo ni darse cuenta de ello, se convirtió en la partera del mundo moderno».
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