Estamos introduciendo una segunda especie inteligente en la Tierra sin pensar en las implicaciones trascendentales que tendrá en el futuro. El despegue definitivo de la inteligencia artificial (IA) está levantando algunas voces en la comunidad científica y tecnológica sobre la necesidad de reflexionar al respecto. La noción de los robots de aspecto humanoide como algo que aún suena a ciencia ficción nos distrae del hecho de que muchas máquinas y ordenadores ya alcanzan capacidades increíbles. Hay avances notables en nanotecnología, la comunicación entre máquinas y el procesamiento de datos (big data) alcanza volúmenes difíciles de asimilar y el desarrollo de la capacidad de aprendizaje de las máquinas y la computación afectiva- aún en fases embrionarias- presentan prometedores resultados. La conducción autónoma o los drones sólo son la punta de lanza.

Creo que estamos tan inmersos en ver las bondades que ciencia y tecnología nos brindan en el corto y medio plazo que no pensamos en las consecuencias de convivir en el futuro con entes más capaces e inteligentes que nosotros. La tecnología tiene dos caras. Lugares como Silicon Valley proyectan -interesadamente-  la «cara A», los beneficios de crear ecosistemas de emprendimiento que innovan fabricando máquinas y productos que incrementan nuestro confort existencial, en el que no se ponen limites a soñar con todo tipo de avances: longevidad indefinida, rasgos físicos a la carta, robots que trabajan por nosotros, viajes espaciales. No se suele mostrar la «cara B», las consecuencias que traerá un cambio en el paradigma de la relación -y equilibrio- entre hombre y máquina. Esto es lo que trata de remediar gente como Martin Ford, el autor de El auge de los robots. Aunque el fin del libro puede sonar a catastrofista -en cierta medida lo es- el texto hay que afrontarlo con perspectiva. Ford demuestra ser un tipo lúcido y sin miedo a lidiar con las consecuencias de lo que escribe -supongo que ser tildado, como poco, de alarmista y apocalíptico- porque tiene el rigor de contextualizar su argumentario en el largo plazo. Probablemente lo hace con la esperanza de que seamos capaces de atisbar lo conveniente de reflexionar sobre la necesidad de que la especie humana tome aire, regule y acote consensuadamente -tarea complicada – cómo queremos realmente desarrollar las máquinas, en definitiva qué límites les pondremos antes de que sea demasiado tarde.

Sus tesis no son nuevas y encontramos paralelismos con las planteadas por otros como Nick Bostrom o Stephen Hawking, por mencionar algunos conocidos, sólo que su libro es bastante más digerible. Lo atractivo de la tesis de Ford para captar el interés – y desmarcarse de textos de corte similar- es que enfoca el asunto desde un punto de vista muy singular: el capitalismo. Para el autor, el capitalismo es el culpable del surgir de la IA como consecuencia de la implacable carrera por reducir costos y aumentar ganancias de las empresas. Ya sea en la industria médica, farmacéutica, alimentaria, espacial, de la automación o informática no avanzamos porque como especie humana nos lo hayamos propuesto, sino meramente por afán capitalista. Todo lo hacemos por dinero. Para Ford los robots no son el enemigo -de momento- sino que apunta como villano a una versión maligna del capitalismo, empeñado irónicamente en destruirse así mismo, sin pensar que de paso nos puede liquidar a nosotros también. La carrera sin freno por conseguir más ganancias puede dinamitar los pilares que todo crecimiento económico capitalista requiere: puestos de trabajo y consumo. Si no hay puestos de trabajo para los seres humanos, porque los robots harán las tareas, no habrá consumidores con ingresos disponibles para comprar los productos que se producen de manera eficiente por las máquinas. La globalización, la desigualdad económica y una mayor sofisticación de la automatización colabora inexorablemente al círculo vicioso, donde en realidad los frutos resultado de la innovación devengan casi en su totalidad en los dueños de las empresas y los inversores, aunque colateralmente percibamos un beneficio generalizado de cada avance que realizamos.

La receta de Ford no es diferente a la que otros muchos ya promulgan, la educación. Mantengámonos al frente de los robots adquiriendo más habilidades, aunque en realidad disiente de los que aplauden de la disrupción de la educación superior, en la que las clases online expandirán y universalizarán el conocimiento creando oportunidades educativas para todos. Ford ofrece una visión sombría cuando escribe «estamos corriendo contra un límite fundamental tanto en términos de las capacidades de las personas que están estudiando en las universidades como en el número de puestos de trabajo de alta calificación, que estarán disponibles para ellos si logran graduarse»….»el problema es que obtener más habilidades no es realmente como subir una escalera para nada, sino que es una pirámide y sólo hay poco espacio en la parte superior». En resumidas cuentas, con la irrupción de la IA y las máquinas cada vez un número mayor de personas lucharan por un número menor de puestos de trabajo.

Si en el futuro fuéramos capaces de reestructurar las reglas económicas, de manera que la redistribución de la riqueza garantizara una renta básica, quizás podríamos encontrar el equilibrio en el que la máquina trabajaría y nosotros nos limitaríamos a vivir. Eso supondría repensar el capitalismo y que la especie se sentara alrededor de una mesa global y se pusiera de acuerdo, algo que me suena ahora mismo tan a ciencia ficción como pensar que los robots de aspecto humanoide serán la especie dominante en cien años.