Steven Weinberg ha recibido, entre otros muchos reconocimientos, el premio Nobel de Física y el premio Lewis Thomas al mejor escritor divulgativo. En Explicar el mundo hace gala del segundo galardón, haciendo una particular revisión de la evolución humana a través de los avances de la ciencia a lo largo de la historia, pero centrándose en los personajes que los provocaron. Comenzando con la física en la época griega y concluyendo con Newton, examina en realidad a los que lideraron o idearon los avances científicos relevantes. Juega a ser una especie de crítico científico cual periodista especializado que critica el último best-seller o el último estreno cinematográfico de Hollywood. Somete a juicio todos los avances del pasado desde el confort que otorga hacerlo desde un tiempo presente y con pleno conocimiento de los que resultaron fallidos o menos relevantes de lo que la historia les concedió en un inicio. No se molesta en disimular cierto desdén a los científicos o pensadores como Pitágoras, Platón o Descartes. Critica por ejemplo al matemático y astrónomo griego Aristarco de Samos, el primero que trató de calcular el tamaño relativo de la luna y el sol y sus respectivas distancias a la tierra, porque «hizo un uso de las matemáticas implacable, pero una medición errónea«, porque según Weinberg no trató de juzgar la incertidumbre de los datos y reconocer que su hipótesis sería imperfecta. Critica de paso a los historiadores que han defendido e idolatrado a determinados personajes por sus avances científicos, y esgrime diversas razones casi siempre relacionadas con las imperfecciones del proceso, sin conceder un mínimo razonable de tolerancia al error por las circunstancias y limitaciones del momento de la época en la que se produjeron. Parece encontrarse cómodo asumiendo el papel de  hombre de ciencia juzgador del pasado científico. Cree que demasiados historiadores narran en el contexto de sus propios tiempos, y  destila cierta arrogancia cuando persiste en juzgar con rigor la labor científica de otros desde el presente, y no le importa que en muchos casos sean varios siglos de evolución tecnológica y de pensamiento humano los que lo separan de aquellos que evalúa. Como científico debería ser el primero en saber que hay teorías que funcionan y otras que no.

Curiosamente es una historia de la ciencia sin la ciencia, porque no se centra en los entresijos de los avances o las teorías que emergieron sino en las preguntas de las que surgió la ciencia moderna. Al autor le importa más cómo es y cómo fue nuestra manera de pensar para provocar los diferentes avances, por lo que hay que concederle al menos que esa es sin duda la perspectiva que hace interesante esta particular revisión de la historia científica, a pesar de cierto deje petulante. Muchos de los pasajes se podrían catalogar de «estándar» en cuanto al acontecimiento que describen, pero es su ácida y crítica visión a la manera de pensar en cada época lo que resulta refrescante. Porque hay que reconocer que la manera de pensar de los científicos sólo está impregnado en el ADN de ellos mismos y no en el común de los mortales. No está en nuestra naturaleza entender la mecánica cuántica, los quarks, o el bosón de Higgs de una manera comprensible para el 99% de la población. Por eso en opinión del autor queda muchísimo camino por delante en la evolución de la manera de pensar del ser humano. Al fin y al cabo nuestro cerebro evolucionó en la sabana y en las praderas, donde el comportamiento de los quarks importaba mucho menos que el hecho de que los leones te podían devorar. La mente humana no está hecha para entender el mundo: solo puede aprender a hacerlo, y con mucho esfuerzo y penalidades.

Sólo la física y la astronomía aparecen en el texto, nada de química, biología o la más moderna tecnología. En ese aspecto, tampoco le han dolido prendas a la hora de centrarse  exclusivamente en la faceta de la ciencia que domina. Aunque cuesta engancharse a su lectura hay que reconocerle la originalidad del enfoque en esta revisión de la historia de la ciencia.